Capítulo 70: Deivid, siempre en ningún lugar

Hace 69 capítulos usted comenzó a leer esta novela. Quizás lo hizo por alguna recomendación, por curiosidad o por casualidad. Quizás por error. Y seguro que, en este viaje, a veces ha pensado: “¿Pero qué coño es esto?”. Sí, bueno, en fin. Le pido disculpas por la parte que me toca.

Pero ahora que ha llegado hasta aquí, sepa que esto, como todo, se acaba. Y todo lo que acaba, acaba mal.

Así que, como ya tiene bastante con lo suyo, no voy a intentar explicarle qué hago yo aquí, en un limbo omnisciente y todopoderoso. Eso es lo que pasa cuando eres inmortal pese al fin del mundo. Que te quedas solo.

Como usted ya sospecha, esa cosa rosa que me hizo beber Claudia era el elixir de la eterna juventud que se inventó en 2043, el mismo que tomó Artur Mas en su día. Y ahora no envejezco. Mi mundo desapareció, o se plegó sobre sí mismo, o se contrajo, y yo sigo aquí, en ningún lugar para siempre. A veces echo de menos el futuro.

Desde aquí lo observo todo, aunque todo es mucho menos divertido que antes. Ahora sólo sucede una cosa: la gente se levanta a las siete de la mañana para ir a trabajar, habita pisos claustrofóbicos y vive una eterna crisis. Ya no pasas cosas imposibles.

En este presente, Artur Mas gana las elecciones autonómicas pero no tiene lugar ningún fin del mundo, Paco Puche escribe un libro de poemas que nadie lee, Grant Morrison mata a Batman y hace que Robin ocupe su lugar y Kurt Vonnegut muere a causa de una caída. En este presente, Ana vive con su marido y sus dos hijos y es todo lo feliz que uno puede ser. Y David es David y Alberto sólo el personaje de su novela. Vive en un pequeño piso en Barcelona, con su hija Claudia y un perro llamado Pancho.

Y yo, desde aquí, que no es ningún lugar, lo veo todo, y veo a Sergio Vila, en su pequeño piso, teniendo una idea y dibujando en un trozo de papel de higiénico unos garabatos que en realidad son la semilla de lo que cinco mil años después se conocerá como la máquina del tiempo.

Y yo, desde aquí, me pregunto si puedo intervenir. Y si debo. Si, como Dios, o al menos como un dios, puedo tomar una identidad corpórea, presentarme en casa de Sergio Vila como un amigo y acabar con su vida. Hacerlo por el bien supremo.

Y yo, desde aquí, le contemplo a usted, leyendo esto, pensando que no puede ser y que además es imposible. Y preguntándose si yo, yo que observo el universo cómo si fuera Dios, tengo la respuesta a la eterna pregunta.

Sí, estamos solos.

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