Capítulo 29: Ahora, Ana

Alberto desaparece así, sin más; valga el tópico: por arte de magia. Aquí sólo queda el gasolinero, el teléfono colgando por el cable y yo. Al pobre diablo le ha entrado el baile de San Vito, y corre para arriba y para abajo, con las manos en la cabeza, gritando: “¿¡Qué coño es esto, tío!? ¿¡Qué coño es esto!?”. Me acerco el teléfono a la oreja pero no hay nadie al otro lado.

—¿Hola?

Me voy. Dejo ahí al tío de la gasolina, con un trauma de por vida. Me subo al coche y acelero como si me persiguieran los demonios.

Pero ningún demonio me persigue. Dos horas después estoy en un hotel de carretera, en algún sitio cerca de los Monegros. Hace frío, el hotelero es un baboso y yo no estoy para hostias.

—No estoy para hostias, tío. Dame la llave de la habitación.

Ya, ya sé. Todo suena demasiado a peli mala de Hollywood, pero es lo que hay. Eso sí, olvídate del típico motel de Psicosis, con los neones y las maderas crujiendo, con esa moqueta mohosa por todas partes. Porque aquí el típico hotel de carretera es un mazacote de cemento, con muebles de madera de roble, colchas de ganchillo y cortinas pesadas como las mantas de felpa de tu abuela. Desde el exterior llega el ruido del extractor de la cocina, o de la caldera, y preveo que no voy a poder dormir. Y entonces suena el teléfono, un teléfono de góndola rojo. El típico teléfono de hotel de mala muerte, vamos. Lo descuelgo sin pensar demasiado:

—¿Diga?
—¿Necesita que la despierte a alguna hora, señorita?
—No, gracias.
—Si necesita algo más, ya sabe dónde encontrarme.
—No, no. Gracias.
—Lo que sea... Ya sabe...
—No, de veras. No hace falta. Y no me pase llamadas, por favor. No me llame usted tampoco.
—Como usted quiera, señorita.
—Gracias.

La cama parece de piedra, la sábana rasca, la luz del aparcamiento parpadea sin ritmo y de vez en cuando pasa un coche y suena como si hubiese roto la barrera del sonido. Oigo la tele de alguna de las habitaciones contiguas; el late show de la noche a todo trapo, con sus sonrisas enlatadas y sus chistes sobre formas fálicas. Oigo también alguna conversación ininteligible. Y un viento que silva. Así es mi noche en vela.

Una hora después me levanto a por un vaso de agua y recuerdo otro de los tópicos de los hoteles de carretera: el lavabo está fuera de la habitación. Así que me calzo las deportivas, me echo la colcha sobre los hombros y salgo al frío pasillo: el clásico pasillo con baldosas moteadas, con las paredes de un estucado amarillento y dos tristes bombillas. Y el lavabo, al fondo, como en una película de miedo, con esa puerta que chirría movida por una fría corriente de aire que proviene del exterior y se cuela a través de las ventanas.

—Pero qué coño...

Cruzo el pasillo apretando el paso, me encierro en el lavabo y echo el cerrojo. Bebo un trago de agua a morro. Está helada, me duele en los dientes. Y no pasa nada; ni fantasmas, ni psicópatas, ni ningún reflejo en el espejo. Sólo el frío.

Entonces suena un teléfono. Al principio no le hago mucho caso, la verdad. “Sólo es un teléfono”, me digo. Pero como suena insistentemente, me asomo al pasillo a ver qué pasa. Y parece que el sonido proviene de mi habitación. Avanzo lentamente y cada vez parece más evidente, cada vez suena más cerca. Y pese al escándalo de un teléfono sonando en plena noche, ningún huésped sale al pasillo a echar un ojo o a maldecir a alguien. Suena el teléfono y no lo oyen, o les da igual. O están muertos. O están en el ajo.

Al empujar la puerta de mi habitación el timbre me invade la cabeza. No hay duda. No hay error. Me están llamando. Quizás es Alberto. Quizás es el conserje, con un calentón. Quizás es una llamada transtemporal y si descuelgo viajaré al pasado, o al futuro.

El teléfono sigue sonando.

Suelto la colcha, me ponga la cazadora, cojo el bolso y bajo las escaleras a todo trapo.

El teléfono sigue sonando.

Llego al vestíbulo y allí, sobre la mesa de recepción, descansa el conserje, muerto sobre un charco de sangre que aún brota de su oreja. Tiene el teléfono clavado en la cabeza, como si algo hubiera salido del auricular y le hubiera atravesado el cerebro. O más bien como si se lo hubiera succionado.

Y el teléfono sigue sonando.

Me abro. Salgo a la calle y de camino al aparcamiento el teléfono sigue sonando. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puedo oír aún el teléfono? ¿Cómo, con tanta nitidez? Pero no es el teléfono de mi habitación: es la cabina del aparcamiento. Suena. Suena. Y ahora suena otro teléfono más, desde alguna habitación. Y otro, y otro más. Comienzan a solaparse los timbres de decenas de teléfonos, cientos. Es ensordecedor en plena noche.

Subo al coche, echo el cierre de seguridad, me llevo la manos a las orejas. Ya está. Estoy a salvo, aquí no hay teléfonos. Silencio. Silencio... Los timbres dejan de sonar, poco a poco, uno a uno. Silencio... No pasa ningún vehículo por la carretera. Nadie se ha asomado a la ventana de su habitación. Silencio...

—¡Toc, toc!

Un tipo golpea con los dedos el cristal de mi ventanilla. Me da un susto muerte. Lleva un chaleco reflectante y me mira con cara de buen rollo. Bajo el cristal:

—¡Joder, tío! ¡Puto susto me has dado!
—Perdone, perdone, señorita.
—¿¡Qué quieres!?
—Preguntan por usted...

Y me enseña un teléfono móvil, me lo acerca; me lo acerca a la oreja y comienzo a oír un agudísimo pitido. Yo me quedo petrificada con cara de imbécil. Y el teléfono cada vez está más cerca, y el pitido cada vez está más cerca y lo ocupa todo. Y de golpe un fogonazo, y algo húmedo en mi paladar, y en mi cara. Y otro fogonazo, acompañado de un “bang” ensordecedor, y sangre. Sangre en mi cara. Y otro “bang”.

El tipo del móvil se desploma. Tiene dos disparos en el pecho y uno en la cara. Le asoma un pulmón a través del chaleco, se le infla como se infla un chicle en la boca. Se le infla y se le desinfla, espasmódicamente. Y entonces se desinfla y ya no se infla más, y muere.

—¿Estas bien?

Es Alberto quien me lo pregunta, pero el Alberto de hace quince años. El de la facultad.

—¿Alberto? ¿Eres tú, Alberto?
—Soy el becario.

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