Capítulo 47: Un mal viaje

En el avión todo es más o menos normal: asientos pequeños, pasillos estrechos, azafatas amables. Nos informan de que, debido a la brevedad del viaje, no se servirán bebidas. Yo lo lamento, porque, la verdad, mataría por un gin-tonic.

Estoy sentado junto a una de las ventanillas y a través de ella veo el mar y el cielo, que se confunden y a veces son lo mismo. A mi lado, Ana, y más allá, junto al pasillo, Deivid, blanco como la leche. Se marea, lo sé.

—¿Estas bien, David?
—Sí, Ana. ¿Porqué?
—No sé... Como Deivid dice que se marea...

Ana no dice “Deivid” en realidad. Dice “David”, pero así usted y yo nos entendemos mejor.

—Ya, no sé... Debe ser toda la mierda esta de los viajes en el tiempo. Igual algo ha hecho “clic” en mi cerebro de tanto ir para arriba y para abajo y ya no me afecta.
—Ya...
—O en el oído. Creo que eso de los mareos es del oído...
—Sí, eso dicen.

Una azafata amable pasa a nuestro lado.

—Oye, perdona.
—¿Si?
—Mi hermano está fatal. No podrías traerle un gin-tonic.
—Es que...
—Es que no soporta los aviones. Lo pasa fatal. Le dan ataques de ansiedad y paranoia también.
—¿Paranoia?
—Sí. Es muy jodida, la paranoia.

La azafata mira a Deivid con cara de madre.

—Veré lo que puedo hacer.

Y cuando está lo suficientemente lejos como para no oírnos, Deivid dice, con tono de reproche y sin apartar la mirada de un punto fijo en el reposacabezas que tiene delante:

—¿Cómo quieres que me beba ahora un puto gin-tonic?
—No, no... Si es para mí.
—¿Y tú no te mareas?
—No, tío. No sé... Debe de ser por tanto viaje en el tiempo, que ya no me afecta...

Lo recuerdo un poco como si no fuera un recuerdo mío, todo lo de los viajes. De hecho, es imposible que todo lo que recuerdo sean, estrictamente, recuerdos míos. Hay una extraña conversación con Paco Puche, la muerte de Claudia y después un polvo en los lavabos de Razz. También está la muerte de Artur Mas (de hecho, varias muertes de Mas) y la muerte de Antonio. Y el día en que conocí a Kurt Vonnegut. Hay unos extraterrestres y también un futuro de ciencia ficción. Se necesita más de una vida para recordar todo eso.

—David...

Ana me coge la mano, delicadamente.

—Dime...
—¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé...

La respuesta es una mierda, lo sé, pero qué le voy a decir. ¿Que esté tranquila? ¿Que todo va a salir bien?

—Con el niño...
—No lo sé, Ana. No lo sé...

Y tampoco sé que va a pasar con el niño. Ahora mismo, me parece un problema a largo plazo.

—Su gin-tonic, señor.
—No... verá... es para mi hermano, que no se encuentra bien...
—No señor. Este gin-tonic es para usted. Lo dice ese señor...

Y la azafata señala el final del pasillo. Yo tengo que incorporarme para ver quién es y qué coño pasa. Y ahí está Artur Mas, que me saluda con la mano abierta y una sonrisa perfecta en la cara. A su lado, Kurt Vonnegut sorbe un té y, junto a la ventanilla, Grant Morrison anota cosas en una libreta.

—¿Qué coño es esto?

Pero esto no es todo. Un par de filas por delante, la Claudia de Razz hace pompas de chicle y a su lado la Claudia del año 7204 saca brillo a un cacharro que no sé que es. Paco Puche lee el Poemario del fin del mundo en otro asiento y al final de todo creo reconocer a Pedro Bolívar. Presa del pánico, vuelvo a mi asiento y cierro los ojos como si aquí no hubiera pasado nada, como una avestruz.

—Abre los ojos.

Oigo la voz de Ana que dice:

—Abre los ojos.

Pero cuando los abro no veo a Ana, sino a un tipo de negro, con camisa negra, corbata negra y gafas de sol de poli duro, con un cabello envidiable, oscuro y engominado, y una dentadura perfecta, blanca y alineada. Yo estoy atado a una silla en una pequeña habitación iluminada sólo por un triste tubo fluorescente que parpadea de manera hiriente. Y el tipo trajeado no para de gritarme:

—¡¿Cuántos años tienes?!

Y entonces me despierto rodeado de mi propio vómito en el lavabo del avión, abrazado patéticamente a la taza del váter. Oigo a Ana, desde el otro lado de la puerta:

—¿Estás bien, David?

Tardo unos segundos en reaccionar, en descifrar cómo he llegado aquí, en qué momento comenzó el sueño y cuándo he despertado. Tras la puerta pasa esto:

—¿Sucede algo, señorita?
—No, verá, mi compañero... Es que se marea en los aviones.
—Vaya, si necesita algo, no dude en avisarme.
—Muchas gracias.

Me incorporo como un viejo mareado y con un tembleque ridículo en las piernas

—¿Estás bien, David?
—Sí, sí. No te preocupes. Ahora salgo.
—Vale...
—Dile a Deivid que me preste una chaqueta o algo.

Me quito la camiseta pringada de vómito y la meto bajo el grifo. Con un montón de papel higiénico hago una limpieza de urgencia a los pantalones. Me miro en el espejo y creo que sigo siendo yo, el de siempre, el protagonista absoluto de esta historia.

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