Capítulo 39: La escena del crimen

Cuando llego al piso de Antonio me encuentro el tinglado habitual: policías, mirones, ambulancias.

—Perdone, no puede cruzar la cinta amarilla.
—Ese policía me ha dejado pasar.

Le señalo al policía que me ha dejado pasar.

—Vale, vale. No hay problema...

En el salón, un par de tipos merodearan el cuerpo de Antonio. Está muerto sobre el sofá, frente al televisor. Alguien le ha quitado la voz a una peli de Richard Pryor. Una chica rollo CSI extrae muestras de la gran mancha de sangre y sesos que hay en la pared. Sobre la mesita descansa el arma del delito, un revolver envuelto en una bolsa de plástico convenientemente etiquetada. Se me acerca un tipo con gabardina y bigote, el típico inspector del cine español de los 80. Lleva en la boca un cigarrillo electrónico y en la mano una pequeña libreta de notas.

—Perdone. ¿Es usted el señor Vellerino?
—Sí.
—Gracias por venir. ¿Le importa que le haga unas preguntas?
—No, claro.
—¿De qué conocía al señor Carril?
—Bueno, éramos amigos. Últimamente no nos veíamos mucho...
—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
—Esta misma tarde. Fue esta misma tarde, después de una charla.
—¿Esta misma tarde?
—Sí. Nos tomamos algo y hablamos. Hacía mucho que no nos veíamos. Habíamos perdido el contacto.
—¿Fue él quien llamó?
—¿Cómo?
—¿Quedaron a iniciativa suya o del señor Carril?
—Antonio me llamó.
—Ya veo... ¿Y no vio nada extraño en él?
—No, la verdad es que no. Pero no soy muy bueno para eso.
—¿Para qué?
—Para ves cosas así...
—¿Estaba triste, estaba deprimido...?
—Sí, estaba algo negativo. Pero, vamos, de ahí al suicidio...

El inspector levanta la vista de su libreta. Aprieta el cigarrillo entre los dientes. Crea una atmósfera de tensión.

—¿Quién ha dicho que se trate de un suicido?
—¿Cómo?
—¿Que cómo sabe que es un suicidio?
—Bueno, no sé. El cuerpo, el arma, sus preguntas...
—Ya veo...

Vuelve a su libreta, anota sus cosas. En mi imaginación puedo ver como escribe la palabra “listillo”.

—¿Dónde ha estado esta noche?
—He estado en la sede de Convergencia i Unió. Soy periodista, sigo las elecciones.
—Ya, periodista...

Se enciende el odio en sus ojos. No lo culpo.

—¿Alguien puede confirmar eso?
—Artur Mas.
—¿Cómo?
—El presidente, Artur Mas.
—Sí, ya sé quién es el presidente, ya. Artur Mas...

Y vuelve a anotar algo en su libreta.

—Bueno, señor Vellerino. Gracias por su colaboración. Le agradecería que estuviera localizable unos días. Por si surge algo...
—Ya, vale.
—Vale.

El inspector me brinda un gesto de cortesía con la cabeza y hace el ademán de irse, aunque en realidad lo que quiere dar a entender es que el que se tiene que ir soy yo. Pero ni me voy ni le dejo irse porque se me ocurre una pregunta:

—¿Ha dejado alguna nota?

Se congela.

—¿Cómo?
—Una nota de suicidio o algo...
—No sé. ¿La dejó?
—¿Cómo?
—No, nada... No hemos encontrado ninguna nota. Lo que le digo: Esté localizable. Oye, tú. ¿Quieres acompañar al señor Vellerino a la puerta?

Un poli del montón me invita a abandonar la escena del crimen. Yo le digo que “vale” y me hago un poco el ofendido como en las películas. En la puerta, tras el precinto de seguridad, aguarda el agente que me ha dejado pasar. Le digo:

—Gracias.

Y él me dice:

—No hay de qué.

Y se saca algo del bolsillo de la camisa y me lo enseña. Es una foto. Es una foto de Antonio Carril muerto, sobre el sofá, con el cráneo reventado y la pistola aún humeante en la mano. La foto está manchada de sangre.

—¿Porqué me enseñas esto?
—Es la foto de Antonio Carril.
—Ya. Ya veo que es su foto.
—No. No me entiendes. Quiero decir que es la foto de Antonio Carril.

El poli pone un énfasis especial en las palabras “foto” y “de”, como diciendo: “ya sabes de qué tipo de foto te hablo” y “estamos en el mismo barco”.

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