Capítulo 56: Sábado, 04:00

El único vuelo directo a Santorini sale a las cuatro de la mañana. Creo que hacía un siglo que no veía el número cuatro en el reloj. No al menos después de levantarme. Sí antes de acostarme. Me tomo un par de pastillas para el mareo en el aeropuerto y las hago bajar con un café caliente y una hamburguesa de un euro. Hay gente con cara de importante, demasiado hombre sólo y azafatas tristes. Hay jugadores de baloncesto y jóvenes mochileros. Hay niños gritando, mucho ruido y hace frío, y el suelo brilla tanto y refleja tanto que creo que me he tomado las pastillas demasiado tarde. Las cafeteras parecen locomotoras del lejano oeste, las ruedecitas de las maletas chirrían con mala leche y hay algo ahí, de fondo, sonando sin parar, clavándose en el oído. Huele a patatas fritas. Huele a perfumes. Huele a látex y a lejía.

—Pasajeros con vuelo destino a Santorini. Embarquen por puerta 29.

Apuro el café, recojo mi abrigo y mi ligero equipaje, una bolsa en bandolera muy de los años 70, a lo Robert Redford en Los tres días del Cóndor. Y de camino a la puerta número 29, a lo largo de este pasillo sin fin, continúo oyendo ese sonido en mi cabeza, ese repiqueteo insistente. Débil e irreconocible, pero molesto como el zumbido de los mosquitos.

Al llegar a la puerta 29 me encuentro con la cola de rigor. Da igual que los asientos estén numerados. Siempre hay cola. Y como no me gusta hacer cola, me siento en uno de los bancos, a esperar junto a tres o cuatro personas a las que tampoco les debe gustar hacer cola.

Consulto el móvil: le echo un ojo a Twitter, pongo algún “Me gusta” en Facebook y respondo un par de correos con un “LOL” o un “WTF?”. Nada importante. A mi lado se ha sentado un tipo mayor, con un grueso abrigo de pana, un sombrero negro y un bigote a lo Aznar. No deja de mirarme de reojo. Una y otra vez. Primero pienso que es un cotilla o un viejo verde. Pero entonces comienza a mirar alrededor, buscando algo, como si él también oyera ese runrún asesino. Y entonces se levanta. Quizás ha identificado la fuente. Se levanta y avanza hacía una columna, enfrente, a unos diez metros. En la columna hay un teléfono público. Se lo queda mirando unos instantes, como si no estuviera seguro de qué hacer. Y descuelga. Se lleva el auricular a la oreja y dice:

—¿Diga?

Y parece que alguien responde al otro lado. Se tapa con la mano la oreja izquierda para oír mejor. Mira a su alrededor. Mira hacia aquí. Me mira a mí y asiente con la cabeza. Y deja auricular sobre la cabina y vuelve. Se planta aquí delante y dice:

—¿Señor González?
—¿Si?
—Es para usted.
—¿Para mí?
—Creo que sí...
—¿Y ha dicho quién es?
—La policía. Ha dicho que es la policía.

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