Capítulo 43: En la casa

No me cuesta mucho aparcar frente al piso de Antonio. Le echo un ojo al móvil mientras me acerco al parquímetro, pero no tengo cobertura. Y el parquímetro no funciona. Tampoco van los semáforos. En el portal, pulso un par de botones del interfono, confiando en que algún buen vecino me abra la puerta. Pero no contesta nadie. Ni siquiera estoy seguro de que el aparato funcione. Empujo la puerta y está abierta. Al cruzar el umbral un escalofrío me recorre el pescuezo porque todo está demasiado callado y vacío.

Subo por las escaleras porque el ascensor está fuera de servicio. No hay luz, sólo la que entra por la claraboya. Ya en el rellano de Antonio, empujo su puerta, esperando que todo sea demasiado fácil y esté también abierta. Pero no lo está. Pulso entonces el timbre del piso del vecino. No oigo nada, así que supongo que tampoco va. Golpeo la puerta con los nudillos. Un par de veces. Se descubre la mirilla, una mirilla de esas antiguas que no llevan cristal. Y veo a través de ella un ojo, profundo y azul oscuro como el océano.

—¡¿Qué?!
—Perdone. Verá... Era amigo de Antonio. Quisiera entrar a recoger unas cosas...

El ojo me escudriña.

—¡La llave está debajo del felpudo!

Y la mirilla se cierra bruscamente.

En efecto, bajo el felpudo hay una llave. La llave abre la puerta del piso de Antonio. Está oscuro y no hay luz. Atravieso el pasillo un poco a tientas y subo la persiana del salón. La luz me descubre una estancia sospechosamente normal, sin ninguna señal de violencia, ni de muerte, ni siquiera del paso de la policía y sus  habituales maneras. Todo está en su sitio, todo está limpio y bien colocado. Hay muchos libros en estanterías, hay botellas en el mueble bar, hay cuadros de Warhol y Velázquez en las paredes, hay cientos de discos, películas en DVD y también tebeos. Hay uno de Superman sobre la mesita. Lo recojo, le echo un vistazo y confirmo que es el número de este mes, como sospechosamente sospechaba. Así que lo doblo y me lo guardo en el bolsillo trasero del pantalón no sé aún con qué intención.

Investigo en el resto de habitaciones sin ningún tipo de interés argumental hasta que voy a echar una meadita al lavabo y encuentro allí un álbum de fotos. Lo ojeo sólo por curiosidad, preguntándome qué hace ahí. Entonces, un par de fotografías que estaban guardadas entre las páginas caen al suelo. Y veo algo que no puede ser. Las recojo porque, como no puede ser, lo quiero ver mejor y más de cerca. Pero ahí está, y, en efecto, no puede ser y además es imposible: Antonio Carril y Mariano Rajoy se besan apasionadamente en una fiesta, rodeados de copas de champán y espesos cortinajes color beige, delante de una pancarta en la que se puede leer: ¡FELIZ 2014!

Usted pensará que este es un buen final para el capítulo, pero justo ahora suena el teléfono. No el mío, sino el de Antonio. El teléfono fijo de Antonio Carril. Me acerco al salón lentamente, con ese sonido inundándolo todo en medio de este silencio. Lentamente y esperando que el timbre deje de sonar, que la persona al otro lado cuelgue el teléfono. Pero no lo hace y no para de sonar. Así que descuelgo:

—¿Diga?

Y un agudísimo pitido me ensordece.

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