Capítulo 8: Un momento de gracia

El escenario es este: un polideportivo lleno hasta la bandera, lleno de banderas de Cataluña, esteladas y demás insignias dentro de una corrección política más que impostada. La gran mayoría son octogenarios burgueses. También hay jóvenes con camisas muy bien planchadas que sostienen pancartas y vociferan eslóganes nacionalistas. Cerca de la entrada hay un puñado de periodistas, con sus cámaras y sus libretas, con sus caras de hombre curtido y sus poses de mujer fatal. Enfrente, en el lado opuesto, se levanta el escenario, vigilado por unos hombres trajeados que lo dominan todo desde su posición. Y en una gran pantalla, a todo volumen, se proyectan los videos musicales del momento, desde Manel hasta Cali & el DanDee. No piensen que esto pasa sólo aquí: pasa en casa de todos. Nada se sale de un orden preestablecido.

—¿Eres nuevo?
—¿Cómo?
—¿Que si eres nuevo, en la campaña?
—No, estoy sustituyendo a alguien...
—¿A quién?
—A... A una chica, no sé.
—¿Claudia?
—Sí, no sé. Supongo.
—¿Claudia, de El Imparcial?
—Sí, de El Imparcial, sí.
—Yo soy Jordi, cámara de Tele3.
—Encantado. Yo soy Alberto.

Crece el voceo cerca de la entrada. Suena la himno de campaña de CiU. Las banderas se agitan con más fuerza. Aplausos, lemas a pleno pulmón, trompetas, el Apocalipsis según San Juan.

—¿Y qué le ha pasado?
—¿Qué?
—¿Que qué le ha pasado?
—¿A quién?
—¡A Claudia!
—¡Ha muerto!

El tal Jordi se queda blanco como la leche y pierde la oportunidad de conseguir una buena toma. Mas se abre paso entre una multitud más o menos controlada a base de abrazos, apretones de manos y sonrisas. Tiene una buena sonrisa, eso hay que reconocerlo. Y hay que reconocer que está hecho para esto. Se mueve con una gracia inusual en este lodazal que es la política. Es como George Clooney cruzando la alfombra roja. Es una estrella. Su maniera me hipnotiza y casi no me doy cuenta de que lo tengo a dos pasos, de que estoy en su trayectoria, de que hay muchas posibilidades de que sus guardaespaldas me tiren al suelo de un elegante empujón. Pero no. Sus guardaespaldas me rodean, casi sin mirarme, casi como si no existiera, y de repente tengo a Mas cara a cara, con su sonrisa, con su mirada de plomo. Me mira, me sonríe, me da la mano y me dice:

 —Tu también la has recibido, ¿verdad?

Y se va, sigue su camino triunfal hacia el escenario, con los brazos en alto, entre vítores y banderas. Uno de esos tipos trajeados me saca de mi pasmo al alcanzarme un trozo de papel doblado, una servilleta mal recortada en la que parece que hay algo escrito.

—El domingo. A las ocho. En Còrsega.

Cuando era joven, y perdone la divagación, yo iba bastante de bares y discotecas. Aunque ni mas ni menos que la media, supongo. Mucho alcohol adulterado, resacas, sudor, días sin mañana. A menudo me preguntaba qué hacía yo allí; a todos nos ha pasado. Solía preguntármelo sentado en alguna esquina del local, en algún hueco más o menos abandonado. Desde allí miraba a la gente bailar, beber, besar. Y la música comenzaba a sonar lejana y un poco a hueco, como atenuada por una membrana invisible que me separaba de esa suciedad. Y yo estaba limpio y lo veía todo con una luz nueva y clara, y todo tenía solución en ese momento de gracia.

Bien, pues ahora me siento un poco así.

Comienza el mitin y yo me voy. Sé que tengo que escribir un artículo, que lo normal sería quedarse. Pero no hace falta. Sé exactamente lo que va a suceder. Sé incluso quién va a ganar estas elecciones.

Despliego el trozo de servilleta. Pone: PUERTA AL SÓTANO.

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