Capítulo 54: Viernes, 11:30

En el metro huele a pelo graso, poliéster y comino. Es el olor de la clase media. La gente va y viene del trabajo, y de la cola del paro, de la compra. Los periódicos han sido substituidos por libros digitales y los teléfonos inteligentes, que no dicen nada de la inteligencia de quienes los usan. Sus caras y los sonidos que emiten sus trastos los delatan: están jugando a puzles y simulaciones de vidas perfectas. Yo me mareo, en cualquier tipo de vehículo me mareo, así que no puedo leer ni jugar a nada. Me dedico a observar, a la gente, las cosas. Las caras que ponen, las ropas que llevan, los gestos que hacen... Y también me miro a mí. Observo mi reflejo en las ventanas del metro, que se convierten en un espejo negro al circular bajo tierra. Observo mi cara, mi pelo, mi ropa, a mí mismo en singularidad y en conjunción con la gente que me rodea. Y es ahora, mirándome, que observo algo raro en el reflejo. Como sí, no sé, hubiera algún tipo de retardo en la imagen que me devuelve. Levanto la mano, y mi reflejo tarda al menos un segundo en hacerlo. Saludo, y tarda otro segundo en imitarme. Esto, de por sí, ya es bastante raro. Pero lo más raro, lo peor, el fin del mundo, es que no me reconozco en el cristal. O sea, sí, soy yo, con mi cara y mis manos, pero no soy el yo de ahora. Soy el yo de hace un segundo. Y esa diferencia se me hace insoportable y, a la vez, me ilumina.

—Diga.
—Teresa...
—Dime, David.
—Ya sé de qué va la novela.

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