Capítulo 65: Una persona más

Diez minutos después, aquí estamos los que tenemos que estar, que somos Mas, Puche, Vonnegut, Morrison, el tipo con gafas y yo. Hay una persona más, pero aún no importa.

Usted espera ahora una sala fría, sucia y maloliente, el lugar más clandestino sobre la faz de La Tierra. O bajo ella. Pero no. Todo lo contrario. Todo aquí es muy lujoso y muy rococó: grandes cuadros de autores románticos, candelabros dorados, una robusta mesa de madera de la buena, una gran lámpara dorada y mucho color burdeos. Sobre la mesa, además, vino francés y whisky canadiense servidos en elegante cristalería. Y un teléfono. Hay una persona más, pero aún no importa.

El tipo con gafas nos invita a tomar algo. Yo pido una copa de vino porque qué mejor que el vino para el fin del mundo. Notas afrutadas, ceniza, madera y conversaciones insubstanciales. Hay una persona más, pero aún no importa.

Cuando ya nos hemos acostumbrado a esto, acomodados y amodorrados por el alcohol, el tipo con gafas requiere nuestra atención. Es un tipo menudo, muy poco impresionante, con pinta de notario y una abultada carpeta marrón entre las manos. Primero nos suelta un discurso sobre el honor y el deber, y sobre que un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer. Sobre grandes responsabilidades. Hay una persona más, pero aún no importa.

Después nos explica porqué estamos aquí cada uno de nosotros, un poco para alargarnos. A Morrison le dice que nadie cómo él puede imaginar realidades alternativas. A Vonnegut le revela que sabe que está escribiendo un decálogo, y que lo quiere. A Puche le confiesa que la misión necesita un Mesías. Y a Mas, que la misión requiere un sacrificio. A mí sólo me mira con cara desaprobación, o quizás desconfianza. Así que le pregunto:

—¿Y yo? ¿Qué hago yo aquí?
—Usted no debería estar aquí. No figura en los papeles. Pero, en fin, aquí está. Y si está será por algún motivo.

Diría algo, pero nunca se me ocurre nada inteligente cuando verdaderamente lo necesito. Así que es Morrison quien pregunta:

—¿Y usted?
—¿Yo?
—¿Usted porqué está aquí?
—Sólo estoy aquí para dar fe.
—¿De qué?
—De esto.
—¿Y a quién?
—¿A quién?
—Sí, ¿a quién?

El tipo de gafas saca de la carpeta un fajo de documentos y los reparte.

—Bienvenidos a La Agencia.

Son unos dossieres como los de la CIA en las películas de espías. Incluso llevan el sello de TOP SECRET. En la primera página pone: B-100.

—¿Qué significa B-100?
—Es un nombre en clave.
—Ya. ¿Y qué significa?
—Significa “El batallón de los cien años”
—¿El batallón de los cien años?
—Sí.
—Ese es un nombre de mierda.
—Sólo es un nombre, caballero.

Nos explica que nosotros somos ese batallón, que somos como El Equipo A y que tenemos una misión. La misión supone viajar al futuro y crear un vórtice que evite el fin del mundo y, de paso, el colapso del espacio-tiempo. Creo que usted ya sabe de que le hablo.

—¿Y él?

Vonnegut pregunta por el hombre amordazado que ha guardado silencio hasta ahora en medio de la sala, atado a una elegante silla estilo imperio y con una bolsa del pan en la cabeza. El tipo con gafas se acerca al misterioso invitado, le señala y pregunta:

—¿Él?
—Sí, él.

Y con un redoble de tambor descubre finalmente el rostro de ese hombre que hasta ahora no importaba, y dice:

—Señores, les presento a Pedro Bolívar.

Y entonces suena el teléfono.

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