Capítulo 18: El discurso de Antonio Carril

Bajo en la parada de metro de Sagrera, un lugar en el que hay muy pocas cosas que valgan la pena. Una es un bufé libre japonés. La otra es el Centro Garcilaso. Allí Antonio va a dar su charla. Todo lo demás son coches, obras y edificios sin fin. Y llueve.

Me protejo del frío en el bar del centro con un carajillo de coñac. Un puñado de jóvenes hacen tiempo para escuchar a Carril. Otros, parecen la parroquia habitual del lugar. Unos llevan el pelo muy bien cortado y las camisas muy bien abotonadas. Otros llevan camisetas, barbas descuidadas, pendientes en la orejas. En las paredes hay pósters de películas de terror, giallos y westerns almerienses. Carteles de festivales de música. Mensajes de amor.

Son las seis. La gente comienza a desfilar hacia la sala de actos. Yo apuro el carajillo y le dejo al barman la propina de rigor. Entro en la sala, busco un sitio más o menos discreto y me siento demasiado viejo entre tanto joven, entre mochilas, libretas y bolis.

Antonio Carril aparece en escena, con una luz cenital muy poco favorecedora. La escenografía es sencilla: él y una silla. Sin mesa, sin papeles, sin un bolígrafo con el que distraer los nervios.

Y empieza, así, sin saludar ni nada:

—La primera cosa que me dijeron en la carrera, o la primera que recuerdo, fue: “Háganse una cuenta de correo electrónico. Es muy útil”. Me la hice y fue útil, en efecto. La segunda que recuerdo es: “La mayoría de ustedes nunca serán periodistas”.

Algunas tímidas risas, algún leve gesto de asombro entre el público asistente.

—No sé a qué se refería exactamente aquel profesor. Puede que a la masificación de las aulas. Puede que previera la crisis. En todo caso, acertó. Hace quince años que me dedico a esto y esto no es periodismo.

Carril adopta un gesto derrotista. Su cuerpo, puesto sobre la silla como deja uno un trapo sucio en la cocina...

—Recuerdo, por ejemplo, cuando era joven, que decía que iba a estudiar periodismo. Mi familia se enorgullecía de ello. Citaban a personas como Tom Wolfe y salían a relucir películas como Todos los hombres del presidente. Ahora le dices a la gente que eres periodista y le vienen a la cabeza tertulianos del corazón o algún presentador de pacotilla anunciando cualquier cosa por televisión.

Creo que va a machacar a todos estos jóvenes con el pelo bien cortado y las camisas bien abotonadas, a estas chicas con sus gafas de pasta y sus apuntes escritos con bolis de colores.

—Y no, no penséis que David se ha comido a Goliat, que el poder ha aplastado al periodista intrépido, al defensor del débil, al adalid de la verdad. Reconozcamos que, en gran parte, David se ha dejado comer. En las diferentes charlas que he dado, en los cursos y en los debates, me he encontrado con mucho aspirante a periodista al que lo único que le interesaba era salir por la tele. Con su traje y su corbata, sus morritos y sus muecas. He visto muchos jóvenes arribistas que han utilizado la profesión sólo para estar al lado del poder, en el ajo, tener el pan asegurado. He visto lamer muchos culos.

Algunos de estos jóvenes bien peinados se aferran a las sillas, sudan, se quedan helados. Sí, está hablando de ellos.

—En los diferentes periódicos en los que he trabajado, en televisión y en radio, he visto triunfar a incompetentes. He visto a incultos hablar de cultura. He visto a mucho perro dócil con un hueso en la boca y también a mucho perro muerto en la cuneta.

Unos murmullan. Otros se abren de orejas.

—Y ahora, el problema. Ya lo dijo la ciencia ficción: en el futuro, el mayor enemigo del conocimiento será una inmensa cantidad de información falsa, inexacta, interesada y caduca que se habrá ido acumulando año tras año, noticia a noticia, post a post, tweet a tweet. Ese futuro es ahora.

Carril se levanta de su silla. Su cuerpo toma vida. Lo conozco; ha lanzando un montón  de mierda contra un ventilador en marcha. Ha hablado de cosas incontestables, aforismos perfectos, de la verdad. Les ha dado a todos estos chicos razones y ahora les va a dar motivos.

—Imagínense que entre nosotros hay un periodista de verdad. Un Woodward o un Bernstein. Imagínenselo en la redacción de un periódico. Imagínense que viene su editor por la espalda, sigilosamente, a traición, y le dice: “Esto lo cambias y lo pones así porque dice el jefe de redacción que dice el gerente que lo ha dicho el presidente”. Y nuestro Woodward tiene la opción de decir “NO”. Sí, la objeción de conciencia... Pero que Woodward se niegue no le importará en absoluto ni al jefe de redacción, ni al gerente, ni al presidente. Ya se encargará otro de cambiarlo, otro con hipoteca o hijos, o con menos vocación y más ambición. ¿Sabéis a qué me refiero, no? Me refiero al miedo. Nuestro héroe es menos que una bola de nieve en el desierto. Porque hoy Woodward no tiene la fuerza de hace treinta años. Hoy no se venden periódicos por la calidad de sus artículos, la fiabilidad de sus fuentes o el contraste de sus datos. ¿Qué vende periódicos? Pues miren, la crispación vende periódicos. El odio. El miedo. Y para eso no hace falta ni calidad, ni fuentes, ni contraste. Sólo hacer falta juntar unas cuántas palabras. Hasta un mono puede hacerlo. Por eso nuestro Woodward está vendido. Todo su saber hacer no sirve para nada en este mundo de corta y pega. No sólo no sirve para nada, sino que además molesta.

Y así, de un plumazo, Carril acaba con un puñado de aspirantes a periodista.

—No se trata sólo de cambiar una frase por otra, de un tipo con mano de hierro, de una sombra tras cada periodista. Es un sistema, más complejo; un entramado que forma parte de un entramado mayor. Woodward ha muerto y este Watergate es descomunal.

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