Capítulo 49: “Y” y no “o”

Me despierta de un sueño nada reparador un poli, aporreando el capó del coche. Me dice algo en griego que no entiendo, pero que debe de ser que aquí no se puede aparcar o que deje de gandulear. Le digo “que sí, que sí” con un gesto y arranco el coche. Es de día.

Aparco no muy lejos; a unos quinientos metros hay un descampado lleno de coches. Hace un frescor agradable, los pájaros cantan y el aire parece limpio. Un sol de invierno me lame la cara.

Camino un poco sin rumbo hacia el centro de la ciudad, en ese momento del día en el que se encuentran los guiris más madrugadores y los que aún no se han acostado. Unas típicas mamas griegas salen a la calle armadas con escobas y cubos y recogen los restos del botellón de la noche anterior. En la primera plazita que encuentro, un tipo vende helados y porciones de pizza. Le compro una de peperoni y tengo que esforzarme para recordar que estoy en Grecia y no en Italia.

Las calles son cada vez más estrechas y más imbricadas, y recorren un acantilado en dirección al mar, a un pequeño puerto con cuatro barcas cutres. Huele a zoo, porque los turistas bajan hasta allí en burro, y su hedor animal se mezcla con los vómitos y los orines de la fiesta.

En el puerto imagino que me enciendo otro pitillo y me siento en el espigón como si aquí no pasara nada, como si no hubiera nada más que hacer que esperar. No es porque sí. Lo he soñado, o lo he visto; no lo sé. Lo vi mientras estuvimos en la cabaña, en el bosque. Tuve unos sueños que no podían ser otra cosa que premoniciones. Y si la visión es cierta, esto es el fin y aquí acaba todo. Por eso estamos aquí, Ana, Deivid y yo

—¿Es usted Alberto?

Un tipo sobre una pequeña barca de manera se ha plantado a mi lado. Me pregunta si soy un tal Alberto. Lleva una barba larguísima y un hábito, como el de un monje, con una capucha que le cubre la cara.

—¿Alberto Vellerino?

Estoy apunto de decirlo que no, que me llamo David. Pero ese nombre me golpea y me deja KO.

—Y David... ¿Es usted David?

Todo se mueve y se deforma. Los sonidos rebotan, como ecos insoportables que se superponen entre ellos. Y la luz del sol me quema los ojos.

—¿Es usted Alberto Vellerino y David?

Pese a que todo a mi alrededor se tambalea, yo, mi existencia y el universo entero, conservo la lucidez necesaria para notar esa incógnita sutil en las palabras del barquero. Dice “y” y no dice “o”. Dice: “¿Es usted Alberto Vellerino y David?” y no “¿Es usted Alberto Vellerino o David?”. Y entonces me veo a mí mismo, sentado frente a un ordenador, en mi piso, tecleando esta frase, poniendo este punto y final.

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