Capítulo 67: Sábado, 10:30

—¿Sabes cómo funciona una cafetera de estas?
—Me temo que no.

Así que nos tomamos un refresco y un vaso de agua en un bar cualquiera, un bar de grasa en las paredes y mesas pegajosas. Un bar del montón, normal, sino fuera por este silencio de cementerio y toda esta gente quieta.

—¿Esto es un poco como El último hombre sobre La Tierra, no Deivid?
—No la he visto...
—Ah, bueno, ya... Ya la verás...

Deivid me ha explicado todo lo de los viajes en el tiempo, también lo de La Agencia, los marcianos y el fin del mundo. En cualquier otra circunstancia no le creería, pero, en fin, miro a mi alrededor y no veo porqué no debería creerle.

—¿Así que todo esto es culpa mía, Deivid?
—¿Cómo?
—Que mi imaginación tiene alguna especie de poder transdimensional y todo lo que estoy escribiendo se hace realidad en algún lugar...
—No sé si...
—¡Y por eso estás aquí! ¡Me pides que reescriba mi novela! ¡Que solucione este embrollo!
—No, David, no...
—¡Y que os haga felices! ¡Claro! ¡¿Qué quieres!? ¡Dime, dime!
—¡Que no, David! ¡Que no!

Vale, sí, reconozco que me he exaltado. Como ese autor obsesionado con escribir la novela definitiva; encerrado en su estudio, sin amigos, café caliente y cigarillos, cáncer y muerte en soledad.

—¿No?
—No, David, no...
—¿Entonces?
—Tú no eres el dios creador de todo esto, ni tienes ningún poder ultradimensional....
—¿No?
—No.
—¿Y entonces?
—Simplemente eres el David de esta realidad, y aquí vives tu vida. Una vida quizás un poco aburrida, sí... Pero es cierto que es una realidad un poco especial, que no hay máquinas del tiempo, ni marcianos. Aquí parece que el mundo no se acaba.
—¿Y entonces?
—No entiendo...
—¿Entonces qué haces aquí? ¿A qué has venido si no es a pedirme la salvación?
—Ya...

El tal Deivid se lleva la mano a la oreja, una oreja con una cicatriz muy fea, por cierto. Yo pienso que le duele o algo, que es una herida de guerra, pero antes de que pueda preguntarle nada, dice:

—Ya puedes venir.
—¿Perdona?
—No, no es a ti, perdona... Hablaba a través de mi biocomunicador.
—Ya... ¿Y quién viene?
—Ahora lo verás...

Y entonces, algo se mueve al fondo de la calle. Es una chica, que carga algo en brazos, envuelto en un trapo o una manta. La chica es una chica normal, de estatura media y pelo largo y negro. No parece una chica del futuro, ni del pasado.

—David, te presento a Ana.
—Hola, Ana.
—Hola, David.

Unos segundos de silencio, de miradas. Quizás yo debería entender algo o saber de qué va la cosa, pero no lo pillo. Entonces ellos se miran, como se miran las parejas de abuelos al final de su vida, y Ana descubre lo que lleva entre manos. Es un bebé. Y digo lo que se suele decir en estos casos:

—¡Oh, qué mono! ¿Cómo se llama?
—Claudia. Se llama Claudia.
—¿Una niña?
—Sí.
—¿Y qué tiempo tiene?
—Tres meses. Aunque en realidad aún no ha nacido.
—¿Cómo?
—Nacerá el año que viene...
—Ya, cosas de los viajes en el tiempo, ¿no?
—Sí, eso...

Ana me la acerca.

—Cógela.
—Sí, sí, claro....

La cojo, como quién coge algo por primera vez, torpemente. Y de manera natural hago lo que hace todo el mundo con un bebé entre las manos: ruidos ininteligibles, pedorretas, juegos de manos. Al rato, reparo en la mirada de esta entrañable pareja. Miran a su hija como se mira la gente al final de las películas de Spielberg.

—¿Estáis bien?

Suena como un teléfono. Es un sonido sutil y agradable. Salen de su ensimismamiento. Se miran. Se cogen de la mano. Casi lloran.

—David, tenemos que irnos.
—¿Ya?

Se llevan la mano a la oreja. Me miran. Casi lloran.

—Sí, ya.
—Pero...
—Adiós, David.
—¿Ya? Pero... la niña...

Lloran.

—La niña es tuya, David. La niña también es tuya.

De repente ya no están. Literalmente. Han desaparecido, de golpe. Y han vuelto los ruidos y el movimiento. Un camarero se me acerca por la espalda y me pregunta qué deseo. Yo le digo que un café sin pensarlo mucho. Entonces reparo en una cajita metálica que ha aparecido sobre la mesa. La abro. Dentro hay una jeringuilla y un tubo de goma elástica. Y una nota. En la nota hay unas instrucciones de uso, y al final pone: HAZLO, POR FAVOR. Y firman Deivid, Ana y Claudia.

La gente, de nuevo, hace sus cosas, y yo me quedo aquí, en medio de este bar apestoso, con una niña entre la manos. Dicen que se llama Claudia y que también es mi hija.

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