Capítulo 66: Sábado, 10:00

Los policías me han puesto las esposas, me han atado los pies con una brida, me han amordazado y me han devuelto a la celda. Se ve que me puse un poco tenso después de la llamada telefónica. En fin, no me juzgue por ello. Tampoco juzgue a estos amables agentes de la ley.

—¡Psé, psé! ¡Mmmm!

Intento comunicarme con aquel misterioso fan de los cómics, pero nadie me responde. Supongo que, en fin, me lo imaginé, o fue una broma. Así que durante unos tres cuartos de hora estoy aquí, quieto, mirando los barrotes y comiéndome la cabeza. No pasa nada. Hasta que pasa: la puerta de la celda se abre.

Primero dudo, claro. Sospecho, temo del diablo y sus ofertas siempre interesadas. Pero cualquier alternativa no pinta mucho mejor. Así que, como puedo, un rato a rastras y un rato a saltitos, salgo de mi celda y del calabozo. Subo unas esclareas y llego hasta la primera planta sin cruzarme con nadie. Me deslizo como una serpiente, evitando los despachos, aunque en realidad los despachos parecen estar vacíos. Llego a la sala de espera y no hay nadie, y finalmente llego al vestíbulo. Y allí sí hay alguien. Un policía, tras el mostrador y un grueso cristal antibalas. Mira al frente fijamente, como quién mira a su enemigo. En condiciones normales, no sé, quizás podría salir corriendo y salir airoso. Pero no así, atado de pies y manos.

Así que doy media vuelta y regreso a uno de los despachos. Me abro paso hasta la mesa y, con la barbilla, torpemente, consigo tirar al suelo algunos cajones. Encuentro unas tijeras. Contorsionándome dolorosamente consigo cortar la brida que atrapaba mis pies. Y ya en pie, busco y rebusco por todo el despacho una llave maestra para las esposas. Parece demasiado fácil, pero la encuentro.

Vuelvo al vestíbulo, y ahí sigue el tipo ese mirando al frente, como la guardia inglesa. Pero pongo en práctica el plan: salir pitando. Cruzo el vestíbulo, atravieso la puerta, bajo las escaleras de un salto y cuando ya he avanzado unos veinte metros me doy cuenta de que no se oye nada y nada se mueve. Los coches están parados, el viento no agita los árboles y la gente está quieta de una manera antinatural. Me acerco a una mujer con un carrito de bebé. Le paso la mano por delante de la cara y nada. Le pellizco la mejilla y nada. Le palpo un pecho y nada. Y su niño igual. Por mucho que le haga monerías, ni se inmuta. Y así todo el mundo, quieto, congelado, como en modo pausa: un anciana cruzando la calle, dos hombres saludándose, un conductor increpando a un transeúnte, un mensajero saltándose un semáforo en rojo... Y sé que no puede ser. Que esto es esto y mi novela es mi novela. Que Alberto es Alberto y yo soy yo. Y además es imposible.

—¿David?

Un tipo joven me llama por mi nombre y me da un susto de muerte. Un tipo joven y muy parecido a mi. Me siento amenazado, claro. Y miedo. Pero también esperanza.

—¿Si?

Un tipo joven y muy parecido a mi. Demasiado parecido a mí.

—Soy yo. Deivid.
—¿Quién?

Imposiblemente parecido a mí.

—Deivid. Soy Deivid.

No hay comentarios:

Publicar un comentario