Capítulo 35: L.A. 7024

Mi biodespertador me saca de un sueño rosa con un masaje linfático de los más agradable y el Canon de Pahcelbel sonando de fondo. De lo más agradable, aunque yo no acabo de acostumbrarme a las moderneces de esta época. Que si un biodespertador, que si un bioregulador, que si un biocomunicador... Puedo ver la noticias en en la parte interior de mis párpados y hacer una llamada sólo con pensarlo. Es la hostia, sí, lo sé. Pero no me acostumbro. Usted tampoco lo haría, así, de golpe.

Déjeme aclararle que todo esto me ha sido proporcionado, e incluso instalado, en el mercado negro. Este futuro no es un futuro a lo Demolition Man. Es más bien un futuro a lo Ghost in the Shell o a lo Johnny Mnemonic. Mientras la gran mayoría vivimos en una miseria postecnológica, el cinco por ciento de la probación mundial reside en ciudadelas de ensueño, asépticas fortalezas de felicidad. Se llaman a sí mismos ciudadanos. Nada nuevo, nada que no haya visto en el cine antes.

Las cuatro paredes de mi apartamento son en realidad paneles audiovisuales que emiten imágenes según mi estado de ánimo. Tengo una especie de receptor con forma de queso de tetilla al lado de la cama que recibe la información de mi bioregulador. En bioregulador está instalado en el pecho. El biodespertador en el cerebro, el biocomunicador en la oreja... Son fáciles de localizar por las cicatrices que dejan. En el mercado negro tenemos algunos buenos matasanos, pero no abundan los cirujanos plásticos. Todos estos chismes tienen nombres mucho más molones, claro. Pero le sonarían a chino.

Así que, como iba diciendo, las cuatro paredes de mi apartamento son en realidad paneles audiovisuales que emiten imágenes acorde con mi estado de ánimo. Ahora prolongan el sueño del que me acabo de despertar, una escena bucólica con flores, mariposas y un riachuelo. Se oye el canto de los pájaros, el fluir del río, y, aún, la composición de Pachelbel. En la cocina ya tengo preparado un café americano sin azúcar y dos tostadas recién hechas y también recién untadas en mantequilla gracias a un aparato de lo más útil comprado en AMZN. Desconecto las imágenes del bioregulador y miro qué pasa en el mundo. Un par de informativos, algunos videoblogs, el canal de La Resistencia... Le hecho un ojo a Whisper, Farla, Trendy y Ghost, que son las cuatros redes sociales básicas que necesita uno para estar al día en la ciudad de Los Ángeles en el año 7024.

¿Y qué pasa? Pasa lo de siempre: El fin del mundo, que lleva alargándose ya cinco mil años.

Desconecto los paneles y los vuelvo translúcidos. Todo con unos simples pensamientos, con unas señales enviadas de manera casi inconsciente desde mi bioregulador. A través de lo que ahora son unos amplios ventanales veo enormes bloques de cemento, infinitas colmenas de apartamentos grises en los que se amontonan los no-ciudadanos. Eso somos. No-ciudadanos. Ni siquiera tenemos un nombre propio. Ni siquiera tenemos cielo.

—Alberto, tienes una videollamada entrante.

Esa es Pam, el avatar que hace más humana la interfaz del biocomunicador. Es bastante configurable; le puedes dar la imagen que quieras. Cuando estoy en casa la veo en los paneles de la paredes, pero puede aparecer en cualquier sitio. Puede superponerse en mi campo de visión e incluso visitar mis sueños.

—Hola, Pam. Adelante.

Pam, por Pamela Anderson.

—Hola, Alberto.
—Hola, Claudia.
—En veinte minutos recibirás la llamada. ¿Estarás listo?
—Estaré listo.
—Alberto...
—¿Si?
—Alberto, yo...
—No pasa nada, Claudia. Todo por el plan.
—Yo te quiero, Alberto.
—Yo también te quiero, Claudia.
—Alberto, de verdad. Te quiero, lo siento...
—No pasa nada, Claudia. Yo también te quiero. Así está bien.

Los paneles comienzan a reproducir imágenes de algunos mitos cinematográficos, MaCaulay Culkin en Mi Chica, Crhistian Slater en Amor a Quemarropa, Ricardo Darín en El hijo de la novia... Todo a cámara lenta, y con You're so cool, de Hans Zimmer, de fondo

—¿Cómo quieres que la llame, Alberto?
—Ana. Llámala Ana, Claudia.

Yo no me quiero dar la vuelta; no quiero ver sus ojos inundados en lágrimas, sus sollozos, el nudo en la garganta que quiebra su voz, toda la tristeza del mundo en su cara. Es el fin de una historia de amor de cinco mil años.

—Vale, Alberto. Tengo que dejarte. Aquí estamos a tope.
—De acuerdo.
—Te quiero, Alberto.
—Te quiero, Claudia.

Y Pam dice:

—Videollamada finalizada. ¿Estas bien, Alberto?
—Todo está bien, Pam.
—¿Quieres que virtualicemos una relación sexual, Alberto?
—No gracias, Pam.
—Seguro.
—No, Pam... No estoy seguro...

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