Capítulo 33: El interrogatorio

Hace un segundo estaba en una gasolinera, con la oreja pegada al teléfono. A mi lado aguardaba el encargado, con un mono sucio. Y en el coche me esperaba Ana, mi verdadero primer amor quince años después. Estábamos huyendo.

Pero eso era hace un segundo.

Ahora estoy atado a una silla, en una pequeña habitación iluminada por un triste tubo fluorescente que parpadea de manera hiriente. Y, buf, menuda jaqueca...

—¡Vamos a ver qué tenemos aquí!

Eso lo grita un tipo trajeado que abre la puerta impetuosamente, como un bulldozer. La luz irrumpe en el zulo y se me clava detrás de los ojos, y mil punzadas en el cerebro.

—Vaya, vaya... ¿Así que este es el Alberto ese de los cojones, no?
—Bueno, es uno de ellos, señor.

Eso lo dice otro tipo trajeado, pero con pinta de chupatintas. El “señor” va de negro, con camisa negra, corbata negra y gafas de sol de poli duro. El secuaz es más bajito, lleva un traje gris y gafas de ver. Uno tiene un cabello envidiable, negro y engominado; el otro muestra una alopecia incipiente. Uno tiene una dentadura perfecta, blanca y alineada, y el otro los tiene amarillos y desordenados. Uno es el macho alfa, manda, y el otro obedece.

—¿Qué quiere decir eso de “uno de ellos”?
—Pues no hemos podido confirmar que se trate del Alberto que buscamos, señor. Verá, hay un poco de lío. Parece ser que ha estado saltando en el tiempo y ha sido bastante difícil seguirle la pista.
—¿No tenía el pelo largo?
—Eeeeh... Sí... Creo que sí... Verá, sabe borrar muy bien sus huellas...
—No tenía que tener veinte años...
—Sí. Sí, eso sí...
—Oye, tú. Alberto...

Me da una patadita en el pie para llamar mi atención, aunque ya la tenía, claro.

—¿Cuántos años tienes?
—Veinte...
—Los cojones vas a tener veinte años...
—Si quiere, señor, puedo mirar si lleva la documentación encima.

Se crea un silencio. Ni incómodo, ni nada. Sólo un silencio y una quietud. Cinco, diez segundos. Y entonces digo, con tono de desprecio y también de burla, empujado por la visión de una muerte cercana:

—Imbécil...

El chupatintas se molesta, se indigna incluso, y contesta:

—¿Imbécil? ¿Imbécil? ¿No tienes ni idea de quien es este tipo, eh?

Pero el hombre de traje negro le interrumpe:

—Cállate...
—¿Cómo?
—Cállate.
—¿Señor?
—Te lo dice a ti, lo de imbécil.
—Yo...
—Que el imbécil eres tú. ¿De qué coño nos va a servir su documentación?
—Pues para ver en qué año nació...
—Ya sabemos en qué año nació, idiota. Lo que tenemos que saber es qué edad tiene.
—Ya...
—Sal de aquí. Sal de mi vista, por favor.

Nos quedamos a solas este tipo duro, yo y el fluorescente. Me rodea, como en las pelis de interrogatorios, mientras se enciende un cigarrillo.

—Venga, Alberto. ¿Cuántos años tienes?
—Treinta y dos.
—Treinta y dos... Eso es una mierda, ¿sabes? Sobre todo para ti.
—Ya...
—¿“Ya”? No. No creo que tengas ni idea. Verás. A mí me interesaba un Alberto de veinte años, pelo largo y pose de generación X, muy de la época. Un poco a lo Kurt Cobain, ¿sabes? No me sirve de nada un Alberto de treinta y dos años con pinta de acabado.
—Pues no te creas, que estoy en la cresta de la ola...
—Las olas suben y bajan...
—Toc, toc.

Llaman a la puerta.

—¡¿Si?!
—¡¿Señor?!

Una nueva voz.

—¡Señor, tengo unos documentos que tiene que firmar. Es urgente!
—¡Ya voy!

Abre la puerta, no del todo; lo justo para que asomen unos delgados brazos que le acercan una pluma y unos papeles. Hablan en voz baja y no oigo bien lo que dicen. Mencionan contratos, derechos... Diría que hablan del guión de una película, de productores. No lo puedo garantizar, no pondría la mano en el fuego, pero diría que, en algún momento, entre el trajín de folios y las palabras, mi interrogador me ha mirado de reojo y lo ha hecho con ojos rojos. Y entonces, dice:

—¿Matrix? Qué mierda de título es ese. Además, ya hay un John Matrix.

Un estallido ensordecedor y cegador. Ruido de disparos. Artillería pesada. Algunas explosiones secundarias. Algo húmedo me resbala por la cara, caliente y espeso. Y una voz de chica me dice algo, pero yo no puedo entenderla entre el sonido de la guerra y un doloroso pitido que me machaca los oídos. Me dice algo, y ahora me toca, me zarandea, me desata y me sigue diciendo cosas que no puedo oír bien. Mi nombre. Pronuncia mi nombre y me limpia el liquido viscoso de la cara, de los labios, de la nariz, de los ojos. Consigo entreabrirlos, ver algo entre los restos de esta plasta y la luz cegadora del exterior. Veo una silueta femenina que me habla, que me toca, que intenta devolverme a la vida, que me dice:

—¡Alberto! ¡Alberto! ¡Tenemos que irnos! ¡Alberto, soy Claudia! Tenemos que salir de aquí.

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