Capítulo 32: La casa de mis sueños

El sol entra por la ventana, y a través de ella veo árboles, pájaros, un bosque de verde infinito. Es un sol cálido de invierno que ilumina mi taza de aluminio en la que un té aún borbotea. Huele a cocina de butano y pan con mantequilla, huele a infancia y a camping. Oigo el canto de los pájaros, el frus-frus de las copas de los árboles, el viento en los sauces. Es el lugar en el que pasar el resto de la vida, sueños de jubilación.

La cabaña es de madera, robusta, y parece llevar aquí muchos años. No es una de esas cosas prefabricadas, es como la cabaña del abuelo de Heidi. Las paredes están decoradas con cuadros de cacerías inglesas y bodegones, y cuelga algún candelabro y también hay lámparas de aceite. En las estanterías se amontonan objectos sin orden: botijos en miniatura, placas conmemorativas, ceniceros de cristal, figuritas de porcelana...

Una gran alfombra cubre buena parte de la sala de estar, y, sobre ella, un tresillo, un sofá y una mecedora, alrededor de una mesa sobre la que descansan revistas del corazón, de coches, de viedeojuegos. Me acerco a ellas aún con la taza de té demasiado caliente entre las manos, las ojeo y rápidamente me doy cuenta de que  llevan mucho tiempo aquí. Hablan de la boda de uno de Los Pecos, de la Game Boy y de un Ford que ya no se fabrica. Un poco de todo, desde los 70, más o menos, hasta la actualidad.

En las estanterías se amontonan libros viejos que acumulan polvo. Sus páginas están amarillas y al abrirlos crujen como si se fueran a quebrar. Aeropuerto, Cumbres Borrascosas, La Hora 25... Una nutrida selección de best-sellers. En una esquina se apilan un montón de números de Hazañas Bélicas, la serie de cómics de finales de los 40. Y aquí alguien ha dejado un par de tomos de Dragon Ball en japonés.

Junto a la sala de estar hay una cocina, espaciosa, con una gran mesa de madera en medio. Cuatro fogones, una pica y una gran alacena llena de platos y vasos de todo tipo. Hay armarios llenos de latas de conserva: carnes, legumbres, encurtidos y almíbares. Fuera, a unos pocos metros, hay un pequeño pozo con agua potable. Una mariposa de alas blancas lo revolotea.

Arriba hay tres habitaciones, dos pequeñas y una más grande. Sin nada especial: una cama, un armario y una mesita de noche. Algún cuadro y alguna silla quizás. En una de esas camas duerme Ana ahora.

Y ya está. No hay televisor, ni radio, ni microondas. No hay ningún aparato eléctrico. No hay agua corriente ni electricidad. No hay teléfono. Sólo estamos Ana y yo, y aquí vamos a pasar un tiempo indefinido. A solas. Hablando. Enamorándonos. Follándonos. No es que me lo imagine o que lo desee con todo mi corazón, no es que lo sepa tampoco, ni que me lo haya contado un tipo del futuro. Pero, ¿qué más puede pasar aquí? ¿Aquí, una semana, un mes, un año entero?

Le doy un sorbo a mi té pensando en que jamás imaginé que mis sueños húmedos de juventud acabarían cumpliéndose.

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