Capítulo 41: El fin del mundo, otra vez

Camino a la redacción, todo se vuelve informe y bulboso; todo parece blando y cambiante. Incluso la línea blanca ya no es recta, ni blanca, ni siquiera es una línea. Conduzco a toda velocidad, o lento, no sé, mientras mi cabeza se inunda de imágenes sin sentido. Una sucia mezcla de lo que he visto en la tele, lo que viví, lo que recuerdo, lo que he soñado y algo que no sé de dónde sale. El móvil no para de sonar: llamadas, SMS, tweets, whatsapps... Todo arde.

La redacción parece Camboya profunda. Gente para arriba y para abajo, corriendo, saltando,  a gritos. O quietos en una esquina, incluso de cuclillas, en medio del pasillo, con el móvil clavado en la oreja, intentando comunicarse con sus fuentes, o con sus familias. Vuelan folios por el aire, literalmente. La trituradora no da más de sí.

Veo al hijoputa a través de los ventanales de su despacho. Se le ve tranquilo, desayunando un bocadillo y un café con leche. Leyendo el periódico.

—Rodrigo, perdona...
—Dime, dime...

Tiene el ordenador apagado y el teléfono desconectado. Por todas partes, pegados en todas las paredes y en todos los muebles, hay post-its en los que pone, escrito a mano y en mayúsculas: REDUCCIÓN DE DAÑOS.

—Oye, ¿dónde está el becario ese?
—¿Qué becario?
—El que transcribió mi entrevista de Puche, ya sabes.
—No sé de qué me hablas, Alberto.
—El becario que cogió mi grabadora. El que escribió el artículo...

Me mira con cara de “¿de qué estás hablando?” mientras le da un bocado a su bocadillo tan lentamente que puedo apreciar que es de mortadela de olivas.

—Vale, déjalo, Rodrigo. Da igual.

Abandono el despacho con una impostada pose de seguridad y mientras cierro la puerta a mis espaldas creo oír la voz del hijoputa, que, débilmente, y con la boca llena aún, dice:

—Adiós, Alberto. Adiós.

Confundido, me siento en mi escritorio, rodeado de este bullicio que aún me resulta incomprensible y exagerado.

—Oye, tú. ¿Qué pasa? ¿Qué es esta locura? ¿Es por lo de Rajoy?
—Todo es verdad.
—¿Qué?

Y se marcha, balbuceando:

—Todo es verdad. Todo es verdad.

Intento encender el ordenador, pero no se enciende. Abro mis cajones y están vacíos. Sobre la mesa no queda prácticamente nada. Algún bolígrafo, clips, trozos de papel. Me llega un whatsapp. Uno más de los millones de whatsapps que me han llegado hoy y no he leído. Pero ahora no tengo nada mejor que hacer que leerlo. Dice: “¿Has visto el último número de Superman? Es brutal”.

El último número de Superman explica cómo la prensa acusa al hombre de acero de ser el catalizador de los ataques alienígenas que han asolado la ciudad de Metrópolisis. Tres de esos extraterrestres capturan a Superman, con el único objetivo de revelar una sorprendente verdad: que él mismo los creó.

Y en este momento, en este instante único, aquí, rodeado de gente histérica y mientras fuera acontece el fin del mundo, me preguntó qué significa esto y, sobre todo, cómo conozco el contenido del último número de Superman.

Oigo como alguien tira de la cadena.

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