Capítulo 64: La planta 13

La planta trece es un pasillo largo, estrecho, gris y húmedo. Hay moho en las paredes, y óxido. Emana una especie de vapor, o gas, de un entramado infinito de tuberías. Las toco y queman. Y hay ruidos, de hierros cediendo, de canto de ballenas.

—Menudo sitio, ¿eh?

Eso lo ha dicho Mas, que ha recuperado la compostura y parece el Mas de siempre, con su gesto de rigor, su peinado y su corbata en su sitio. Esas pastillitas deben de ser la leche.

—Sí, menudo sitio...

A lado y lado del pasillo hay unas gruesas puertas metálicas, como las de los submarinos en las películas. Pesadas, con grandes cerrojos y cadenas y una pequeña obertura en el centro, redonda y de cristal. La curiosidad me empuja a asomarme.

—La curiosidad mató al gato.

Dice Mas, pero yo no le hago caso porque sé que no voy a morir aquí ahora. Miro dentro, y dentro hay un tipo esposado de pies y manos, acuclillado en una de las esquinas de un zulo de apenas cuatro metros cuadrados. El preso me mira y yo le aparto la mirada.

Avanzamos y más de lo mismo: gente presa en habitaciones minúsculas, mirándote con cara de perro en el veterinario.

—¿Qué es esto, Artur?
—Puede ser cualquier cosa. Ya lo sabes.

Y, sí, el caso es que lo sé. Pueden ser miembros de La Resistencia, pueden ser simplemente personas equivocadas en el lugar equivocado, pueden ser incluso marcianos metamorfos. Pero Mas no espera mi respuesta. Mas simplemente avanza, como avanza un caballo con anteojeras.

Y así llegamos al final del pasillo, y al final del pasillo hay una puerta abierta, y tras ella una luz cálida. Pero antes, a unos metros, como una trampa, hay dos puertas más; de un metal más pesado, con cerrojos más grandes y cadenas más gruesas. Y amarillas. Uno espera encontrar ahí alguna especie de criminal peligroso, o un monstruo, o el Jinete del Apocalispis. Pero no. En la puerta de la derecha sólo hay dos personitas, menudas y de aspecto débil. Llevan puesto un mono ancho de color amarillo, tienen atadas las manos a la espalda y una bolsa negra les cubre la cabeza.

Me asomo a la otra celda y no hay nada, o no lo veo. Pienso: “en fin”, y cuando estoy a punto de irme, cuando me digo a mí mismo que ya está, que aquí no pasa nada, que todo esto no significa nada en absoluto, un leve murmullo me agarra de los pelos. Un murmullo agónico y lastimero, entre sollozos. Pego mi oreja a la puerta, pero no puedo descifrar las palabras porque en el metal reverberan todos los sonidos de esta mastodóntica infraestructura. Así que vuelvo a echar un ojo por el orificio. Me pongo de puntillas para inspeccionar mejor, para dar con un rincón que quizás antes me haya pasado desapercibido. Entonces, de repente, como en una peli de terror, alguien o algo se asoma a la ventanilla, como si hubiera estado escondido tras la puerta para matarme de un susto.

Cuando al fin recobro el aliento, identifico entre lágrimas, mocos y mugre a Mariano Rajoy, quien fue presidente del gobierno. Golpea la puerta con rabia y grita patéticamente:

—¡Yo lo quería! ¡Yo lo quería, joder! ¡Yo lo quería!

Y mientras grita se arranca la piel de la cara y deja al descubierto una viscosa carne verde y me mira con ojos rojos como el fuego y como la sangre.

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