Capítulo 27: Y clavas en mi pupila tu pupila azul

—Alberto, el hombre del momento...
—No es para tanto, Ana. Seguro que se olvida rápido.
—Hombre, la dimisión de un presidente no es moco de pavo.
—Bueno, ya sabes. La cosa se está enfriando. Que si no quiso decir eso, que si sus palabras fueron malinterpretadas...
—No te creas. Se ve que le están presionando.
—¿Tú crees?
—De veras, Alberto. Va a pasar algo y tú has tomando parte. Un artículo y mira lo que está pasando...
—No sé... Fue casual. Me lo pusieron en bandeja. Pero basta de hablar de mí. No paro de hablar del artículo. Háblame de ti. ¿Qué haces? ¡¿Qué has hecho estos últimos diez años?!
—Pues supongo que lo que hace la gente. Acabé la carrera, me busqué un trabajo y ahí llevo ya una década. Me casé, tuve dos hijos y espero cada lunes de mi vida a que llegue el sábado, y cada domingo temo que llegue el lunes.
—Vaya...
—Vivo con miedo, Alberto.
—¿Miedo a qué?
—A que no haya nada más. A que no tenga nada más que hacer. A que todo lo que tenía que pasar haya pasado ya.
—Y por eso estamos aquí, supongo...
—Sí. Por eso respondí a tu correo. No sé, hace unos años no lo hubiera hecho; hubiera borrado el mensaje al momento. Los niños, mi marido, la hipoteca... Pero ahora... No sé, tampoco sé exactamente qué espero de este encuentro.

Se hace un silencio que dura demasiado. El gesto de Ana se vuelve triste, casi amaga un puchero, y mi corazón es como un mazacote de lava solidificada que comienza a resquebrajarse y de su interior asoma magma ardiente. Los ojos de Ana se clavan en los míos y vuelvo a tener dieciocho años. No son los ojos de antes, ni su pelo es tan largo, ni sus tetas tan bonitas. Pero es ella y es primavera otra vez.

—Voy un momento al lavabo, Alberto.
—Vale.

Aprovecho para echarle un ojo al móvil. Tengo veinticinco llamadas perdidas del hijoputa, pero paso de él, paso del periódico. Le echo un ojo a Twitter y, en efecto, parece que el tema de Rajoy vuelve a encenderse. Es trending topic. Mas aprovecha y se apunta al linchamiento social del presidente del gobierno. Puche también dice lo suyo. Y un montón de gente.

—¡Perdona! Me puedes traer otro café.
—Claro.
—Gracias.

El móvil de Ana vibra. Se lo ha dejado sobre la mesa. Vuelve a vibrar. Me vuelvo hacia el lavabo y no veo movimiento. Miro a mi alrededor y compruebo que nadie me observa. Y el teléfono vuelve a vibrar y me dice “¡Cógeme!”. Y como vuelvo a tener dieciocho años, lo cojo. Tiene un par de mensajes de WhatsApp sin leer. Son de una chica que se llama Claudia y pienso que no puede ser. Pero la foto del contacto confirma que es ella, la chica de Razz. Pone: “Llévame contigo”. Y después “No puedo seguir así”. Y en el último mensaje dice: “Llévame contigo, Alberto”. Una sospecha imposible me lleva a mirar los comentarios anteriores. Todos son de Claudia. Y qué terror al leer esto:

—Sí. Por eso respondí a tu correo. No sé, hace unos años supongo que no lo hubiera hecho, que hubiera borrado el mensaje al momento. Los niños, mi marido, la hipoteca... Pero ahora... No sé, tampoco sé exactamente qué espero de este encuentro.
—A que no haya nada más. A que no tenga nada más que hacer. A que todo lo que tenía que pasar haya pasado ya.
—Vivo con miedo, Alberto.

El camarero me interrumpe con el café que le había pedido.

—Su café.
—Gracias...

Oigo una puerta chirriar y es la puerta del lavabo. Ana vuelve. Aprovecho que ha llegado el café para disimular un poco.

—¿Quieres algo, Ana?
—No, gracias.

El móvil de Ana vuelve a vibrar. Y vuelve a vibrar. Y vibra otra vez.

—Te vibra el móvil.
—Ya, ya lo sé.

Y vuelve a vibrar.

—¿No lo miras?
—Alberto...
—Dime...
—¿Crees que es posible viajar en el tiempo?

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