Capítulo 28: Tiene una llamada

Conduzco sin rumbo, a piñón fijo, como un burro con anteojeras. Ya no hay líneas blancas, ni mañanas prometidos. Huyo de mi futuro.

Huyo por carreteras secundarias, en mi coche, Pulp sonando en la radio, y a mi lado va Ana, mi primer amor quince años después.

Huyo, evitando centros urbanos, zonas con cobertura 3G, wifi y cámaras de tráfico. Y hago un poco todo lo que he visto en las películas: me deshago del móvil y de la tarjeta de crédito. Antes pasé por el banco y saqué todo lo que me dejaron sacar. No me miraron muy bien. No había mucho que sacar.

—¿Vas bien, Ana?
—Sí, Alberto.

Ana me ha explicado que se han llevado a sus hijos. A su marido también, pero eso le da igual. Lo peor es que se han llevado a sus hijos. No sabe si los tienen secuestrados en algún sitio o si ni siquiera están en este plano espacio-temporal. Dice que la prepararon para encontrarse conmigo, que le dijeron que yo la iba a llamar, que tenía que hacerme bajar la guardia a golpe de nostalgia y que su misión era vigilarme. Que si no, matarían a sus hijos.

—¿Me odias, Ana?
—No, Alberto. No te odio.

Yo le digo lo que sé, que es lo que me explicaron Puche y Mas: que el mundo está en peligro, que existe una Agencia que dice que quiere salvarlo y que se puede viajar en el tiempo.

—¿Lo has visto con tus propios ojos?
—¿El qué?
—Viajar en el tiempo. ¿Has visto a alguien hacerlo?
—No. Pero he visto como mataban a dos marcianos...

Le explico también que nos van a invadir los extraterrestres. Que también pueden viajar en el tiempo y que a veces caminan entre nosotros.

—¿Y hay muchos?
—No lo sé, Ana.
—¿Y cómo se les distingue?
—No lo sé...

Le prometo que salvaremos a sus hijos. Ella me dice que pare, que necesita estirar las piernas.

—Pararé en la próxima gasolinera.
—Gracias.

Ana se baja del coche. Agarra su bolso como una vieja de ochenta años y se baja del coche con aire de derrota. De camino al lavabo se cruza con un gasolinero de esos de película americana; con un mono sucio, una gorra azul y un palillo entre los dientes. Él le da un repaso con la mirada de arriba abajo y creo que masculla algo, pero a Ana le resbala, no le importa, qué más da.

—Se lo lleno.
—Sí, por favor.
—No está mal, su amiga.
—Gracias...

Corre una suave brisa. Luce un agradable sol de otoño.

—¿Y qué les trae por aquí?
—Estamos de paso.
—¿Y hacia dónde van?
—No sé. Hacia allí...
—Ya... ¿No estarán huyendo, amigo?
—¿Y quién no huye de algo?
—¿Y quién no huye de algo?... Me gusta, amigo... Me gusta.
—Lleno. Son cuarenta euros.
—Tenga.
—Gracias. ¡Y buena huida!
—Gracias, gracias...

Ana vuelve del lavabo y se cruza de nuevo con el tipo este, y el tipo este le vuelve a decir algo entre dientes. Sigue dando igual. Sube al coche. Arranco. Pero antes, antes de poner pies en polvorosa, de llegar a El Dorado, de besarnos como se besan McQueen y MacGraw en La huída, el gasolinero nos pega un grito:

—¡Eh, amigo! ¡Tiene una llamada!

Freno en seco, casi como un acto reflejo.

—¡Amigo! ¡Preguntan por usted!

Ana y yo nos miramos como si fuéramos a morir. Como si cientos de rifles de asalto nos estuvieran apuntando ahora mismo y fuéramos a morir como Bonnie y Clyde. Pero no hay disparos. No morimos. Sólo se oye al tipo ese gritando:

—¡Amigo, no tengo todo el día!

Ana pone su mano sobre la mía y eso me da fuerzas para abrir la puerta del coche. Necesitaría mucho más que una caricia para todo lo demás: bajar, cruzar la gasolinera, darle las gracias al empleado y responder al teléfono. Pero me hago el duro, por amor:

—¿Diga?

Y sólo oigo un agudísimo pitido que me ensordece.

—¡Joder! ¡Joder! ¡Señora! ¡Señora! ¡Su amigo! ¡Su amigo ha desaparecido! ¡Se ha esfumado! ¡Señora! ¡Joder, joder! ¡Ha hecho “flash” y se ha esfumado!

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